Vuelvo a los Episodios de una Guerra Interminable: Un pueblo de Jaén en el año 1948, en la Sierra Sur. El protagonista recuerda aquel año, el año que tan importante fue para su vida. Nino, un niño de 10 años, hijo de guardia civil que no parece que dará la talla para ingresar en el cuerpo. Su padre, preocupado por su futuro, piensa que aprender a escribir a máquina le abrirá muchas puertas. Una academia es impensable, así que el padre de Nino tendrá que recurrir a cierta clandestinidad. El futuro será el que sea, quizás incluso dará la talla, pero el presente le trae a Julio Verne, le trae La isla del tesoro, le trae los Episodios Nacionales, le trae una forma distinta de conocer la historia, le trae una forma distinta de vivir el presente. Nino, niño despierto, que tiene en Pepe el Portugués a un amigo. Un amigo que le descubre tanto, con el que comparte pesca y baños en el rio, con el que aprende del comportamiento humano, un amigo que, incluso, le cuenta la historia de su familia, la que conoce pero también algunos episodios que no conoce. Un amigo que le abrirá la mente a situaciones nuevas casi sin darse cuenta, situaciones en las que sobre él recaerá una gran responsabilidad, situaciones donde quizás tenga que tomar partido. Una historia que nos muestra aquellos años, los del trienio del terror, los de una guerra ya acabada oficialmente pero todavía presente en aquella Sierra Sur. Una guerra que mantiene el miedo, que mantiene las diferencias, supervivientes que fácilmente pueden dejar de serlo. Nino desde sus 10 años descubrirá las muchas caras que tiene una misma situación, las muchas caras que tenemos cada uno de nosotros.
La gente dice que en Andalucía siempre hace buen tiempo, pero en mi pueblo, en invierno, nos moríamos de frío. Antes que la nieve, y a traición, llegaba el hielo. Cuando los días todavía eran largos, cuando el sol del mediodía aún calentaba y bajábamos al río a jugar por las tardes, el aire se afilaba de pronto y se volvía más limpio, y luego viento, un viento tan cruel y delicado como si estuviera hecho de cristal, un cristal aéreo y transparente que bajaba silbando de la sierra sin levantar el polvo de las calles. Entonces, en la frontera de cualquier noche de octubre, noviembre con suerte, el viento nos alcanzaba antes de volver a casa, y sabíamos que lo bueno se había acabado.
De la misma autora en el blog: Inés y la alegría.





