Es difícil no desvelar el final de este libro y yo no lo he conseguido, al contrario, final que no se encuentra en las últimas páginas, sino en cada una de ellas. La forma, el como trata los sentimientos, el tacto de los protagonistas son fundamentales en esta novela, esta parte si que queda en la novela a pesar de conocer los hechos. Un libro de capítulos cortos, muy cortos, muy dinámico que nos trae los primeros signos del Alzheimer desde los ojos de un niño. Los cambios que se producen en casa, en él mismo, ante la aparición de la demencia del abuelo. Pero, sobre todo, lo que nos trae es esa relación abuelo-nieto entrañable que siempre debería existir, nos trae el proceso de aprendizaje de un niño, de como aprende el mundo de los adultos, de como aprende de los cuentos y las fábulas, de como se gestan los recuerdos, de como los cambios que se producen en el día a día significan cosas y qué cosas.
-¿Puedo ponerme contento?
Lo cotidiano que se trastoca, lo que transmiten los adultos a pesar de que Jan piensa que la nueva situación tendría que ser una fiesta. Esas largas conversaciones de mamá y la abuela en la cocina. Y de fondo, una relación especial del abuelo con los árboles que pretende transmitir a su nieto.
-¡Lo vi en una foto!
-Las fotos van muy bien para recordar…
-Pero de tu sauce llorón no tienes ninguna ¿verdad?
-No. Y mejor.
-¿Mejor?
-Así lo recuerdo como quiero.
Y ese recordatorio de lo que conoce cada generación, de lo que es nuevo para cada uno, de lo que transmitimos y de lo que transmiten otros. Nos habla de las diferencias entre el campo y la ciudad, de los viajes de uno a otra, de esas relaciones que se mantienen a pesar de los años, de como las manos no podían estar ociosas. De como se gestionan las adversidades. De la vida.