Nueva temporada del club Escuela de Mandarines, la iniciamos con La edad de la inocencia, una historia que muchos conocimos cuando
en los años 90 se estrenó una película basada en esta novela de Edith Wharton.
Una película de la que apenas recordaba los trajes de época y el ritmo lento.
-Si; mi buen padre detestaba las prisas. Pero ahora vivimos en continuo apresuramiento- dijo Mr. Van der Luyden en tono mesurado,…
Quizás también quedaron
en nuestra memoria los actores que la protagonizaban y dificulta poner otro
aspecto a estos personajes que tan bien nos describen en estas páginas. Y,
ahora, bastantes años después, la historia ha vuelto a visitarme como un libro
que nos retrata la alta sociedad del Nueva York de los años 70 del siglo XIX.
Una ciudad tan distinta a la que conocemos en la actualidad, una ciudad donde
todavía no vislumbramos sus rascacielos y que no olvida Europa, una ciudad
donde las normas sociales, las apariencias, son quizás lo más importante.
Intrigas en un pequeño entorno cerrado donde hoy tenemos posiblemente la ciudad
más emblemática y cosmopolita. Y de estas intrigas, normas sociales, absurdos,
será Newland Archer el que nos los muestre, el que nade a dos aguas, entre los
convencionalismos en los que ha sido educado y aquello que cree que tiene que
ser distinto.
Edith Wharton
escribió esta novela unos 50 años después, va a hacer ahora un siglo, llama más
aún la atención como ha cambiado, no solo esta ciudad.
Aprovechando la ocasión, Madame Olenska desvió la conversación hacia la fantástica posibilidad de que un día pudiera realmente hablarse de calle a calle, o incluso -¡increíble sueño!- de ciudad a ciudad. Eso llevó a los tres a hacer alusión a Edgar Allan Poe y a Julio Verne, y a los tópicos que asoman con naturalidad a los labios de las personas más inteligentes cuando hablan contra el tiempo y discuten un nuevo invento en el que creer demasiado pronto parecería ingenuo; y a la cuestión del teléfono les llevó, sanos y salvos, de vuelta a la gran casa.
Un libro donde
también disfrutaremos de la pintura, Newland Archer, nos llevará de la mano por
una de sus aficiones. Y ¡¡¡la Ópera!!!
Una noche de enero, a principio de los setenta, Christine Nilsson cantaba Fausto en la Adcademia de Música de Nueva York……Como es natural, ella no decía “me quiere”, sino “M’ama!, pues una inalterable y jamás cuestionada ley del mundo musical exigía que el texto alemán de las óperas francesas, cantadas por artistas suecas, se tradujera al italiano para la mejor comprensión de públicos de habla inglesa.