Campos de amapolas

Hace unos meses propuse a Pepa León publicar aquí este historia suya que me encantó y que había recibido un premio en un congreso. Pensé que podría ser una forma estupenda de celebrar el 2º aniversario de este blog. Gracias por compartirlo.

En mi opinión los recuerdos de la infancia son todos valiosos y ciertos, incluso dos versiones distintas del mismo recuerdo son ciertas porque es ese tiempo vivido el que escribe sobre nosotros y es la lectura de los trazos que han quedado escritos en nuestro interior lo que realmente recordamos y aunque no los recordemos ni lo hayamos siquiera percibido, de algún modo, esos recuerdos han dirigido nuestra vida.

No sabría definir cuáles fueron los motivos, las circunstancias temporales o los hechos clave que despertaron en mí el deseo de ser farmacéutica, solo sé que quise serlo desde que recuerdo y en esos recuerdos infantiles una pequeña muñeca de plástico muy morenita, un teléfono de pie con un auricular de color negro y una enciclopedia sobre los medicamentos son los añorados juguetes que quedaron suspendidos en mi mente, cómo una parte inseparable de mi infancia.
 
Yo misma fabriqué aquella enciclopedia con una simple grapa que unía todos los prospectos de las medicinas que mis padres almacenaban en casa. 

-Pepita, por Dios, ¿dónde has puesto el libro? que no recuerdo como se usan las pastillas de la acetona, y la niña revestida de sabiduría pasaba uno por uno los prospectos reunidos buscando la respuesta, el sonido de la veintena de trozos de papel de diferentes tamaños y texturas resonaba en mitad del silencio paciente, en el que mi madre hacía varias de sus labores caseras, mientras yo encontraba las respuestas a sus repetidas consultas. Con el tiempo he comprendido que era imposible que mi madre olvidara una y otra vez como se ponía el colirio de la conjuntivitis de mi hermano y he apreciado su tierno esfuerzo por estimular en mi la lectura en general y el interés por conocer las cosas de los medicamentos en particular.

Llevaba a todas partes la información del calcio veinte, el optalidon, la aspirina del catarro, las píldoras de la alergia, cada uno de los prospectos de las pastillas de la abuela y al final, en la T, el del talco tan útil para para aliviar el común y familiar escozor del roce de una ortiga o el picotazo de un bicho en las piernas, habitualmente desnudas, enchancladas y expuestas que lucíamos en las largas tardes de juego, durante el lento transcurrir de los veranos de la infancia.

La dorada gavilla de tallos de manzanilla, apretada en su centro con un rugoso hilo de esparto pendía del techo de la alacena como el nido de una pequeña cigüeña. Las infusiones para aliviar los estómagos nauseosos o limpiar los ojos irritados eran, por voluntad propia, parte de mis tareas familiares. Cortaba, subida en una silla, las ramitas necesarias para el cocimiento y permanecía vigilando cuidadosamente el salpicar de las florecillas blancas durante la ebullición hasta que el líquido se tornaba amarillo. Colaba, después, el potingue a través de un pequeño trozo de trapo blanco dejando caer el líquido resultante en una taza o una pequeña palangana según el uso que se le fuera a dar.

-Sopla un poquito antes de tomarlo que no te quemes pero no dejes que se enfríe, que hace más efecto calentito, le decía a mi padre, como consejo necesario para el buen uso de aquella medicina.
-Hay que esperar que se enfríe y con el algodón empapado, diferente para cada ojo, te limpiaré bien y te sentirás mejor, le decía a mi hermano, como opinión experta de los buenos resultados que el remedio proporcionado iban a producir.

La visita para la revisión anual con el pediatra y el oculista era mi único contacto con el sistema sanitario. Disponíamos de un seguro privado, puesto que mi padre era autónomo y aún no existía la seguridad social tal y como hoy la conocemos. La Unión Previsora era nuestra compañía de seguros y el Sanatorio Santa Cristina, nuestro centro sanitario de referencia. En la sala de espera del pediatra había carteles en las paredes que resaltaban con dibujos explícitos y letras grandes, lo importante que era tomar leche y lavarse los dientes para prevenir las caries y crecer sanos.

D. Miguel, según decía mi madre, era un médico buenísimo, riguroso en las exploraciones de oído, ojos, boca y espalda. Yo recuerdo sobre todo, las bromas para despistarnos antes del martillazo en las rodillas y como de repente cuando la pierna se erguía autónoma superando el reto, todos reíamos, una vez más, sorprendidos del efecto.
De Farmacia Cirera Puig
La adquisición de las medicinas para los autónomos también era privada y había que pagar todo, todo. Con frecuencia me ofrecía voluntaria para ir a la farmacia a comprar los medicamentos. Unas puertas verdes, en una esquina de la plaza de la Iglesia del pueblo daban acceso a la botica. La recepción tenía una vitrina de madera y un pequeño mostrador, simulando una caja de cristal. En la vitrina aparecían expuestos utensilios de laboratorio y botes antiguos de cristal topacio con etiquetas deshilachadas, apenas legibles. D. Ignacio el farmacéutico, un anciano quintaesencia del despiste, al que las malas lenguas cifraban en dieciseis las vueltas a la rebotica, antes de encontrar el medicamento, era mi único referente profesional. Permanecía callada oteando por la entreabierta cortina el interior de la rebotica, donde D. Ignacio se movía de un lado a otro intentando orientarse. En alguna ocasión le pedí permiso para entrar en aquel santuario pero percibí que no le hizo mucha gracia y ya nunca volví a insistir. Permanecía paciente, esperando la dispensación del medicamento prescrito, entretenida, a ratos, intentando adivinar las letras que faltaban en las etiquetas de los botes de la vitrina.

Los recuerdos de ese tiempo huelen a campos de amapolas y alquitrán de asfaltar las calles. Los montones de alquitrán como montañas negras se erguían bordeadas por gigantes surcos abiertos para colocar los enormes rulos de hormigón del alcantarillado del pueblo, a pleno sol del medio día brillaban como el azabache y espesaban el aire con efluvios acres, dueños y señores de un pueblo fantasma de calles ardientes y desiertas hasta la llegada del aire fresco de la tarde.

Campo con amapolas 1890 Vincent Van Gogh
Al atardecer con los amigos y la merienda volvía el juego, en el interior de la leñera, el calor denso y aplastaste cristalizaba en partículas de luz que se desplazaban con el movimiento de nuestros flacos brazos. Dos niñas sentadas en el suelo ennegrecido, coronadas las cabezas por alguna telaraña, rebuscan entre las maderas los folletos de los medicamentos que D. Julian, padre de mi amiga y médico de cabecera de mi familia, almacenaba para usarlos, durante el invierno, como mecha para encender la estufa de leña. Por suerte he vivido cosas fascinantes a lo largo de mi vida y espero vivir alguna mas, pero aquella fascinación primigenia por los dibujos de cápsulas, ampollas, y supositorios fotografiados y descritos en toda su composición son inolvidables. El asombro que producía en mi la profusión de palabras casi impronunciables que aludían a la naturaleza química de las moléculas y sus excipientes y la angustia por decidir cuál de aquellos documento debería ser indultado, sobrevivir al fuego del invierno y pasar a formar parte de mi biblioteca personal por gentileza de mi amiga, eran inmensos. Pensaba que cada uno de aquellos papeles quemados era una pérdida irreemplazable para el conocimiento y en mi interior deseaba que me los regalara todos.
-¿Porqué los quema tu padre? -Porque dice que ya los ha leído, decía mi amiga.
Sufría por aquello, incapaz de controlar la avaricia y llegaba a casa cargada con un montón de folletos que guardaba, abría, cerraba, colocaba entre mis libros del colegio y escondía como un tesoro.

Niñas jugando entre rojas amapolas salpicadas por campos y cunetas; tardes rosas con sabor a chicle y "paloduz" y ratos de lectura de los folletos de los medicamentos, su composición sus acciones terapéuticas y también, claro que sí, sus efectos adversos.

Nada de eso nos preparó para aquella tarde que, de repente, vuelve a ser presente con nitidez casi táctil, atravesando la neblina espesa de un recuerdo antiguo, que de nuevo respira como un ser vivo y con él de nuevo el vacío denso de la noticia.
-Francisquita se ha muerto, dijeron.
-Si, ha muerto de la noche a la mañana, muerta, para siempre dormida, dijeron.
Un catarrillo, un antibiótico, una alergia ignorada y fulminante se conjugaron, aquella tarde, para congelar a un pueblo entero, en el dolor seco y sólido de la pérdida.

Tarde de llantos y sollozos enmarcados sin remisión, en el irritante batir de alas de las chicharras de agosto.
Las Amapolas 1873 Museo d'Orsay Claude Monet


Aquel medicamento había matado a mi vecinita, un juguete una campanilla, risas, risas y risas, diarias continuas sorteado el vacío de la siesta a la hora de tomar el fresco. No lo entendí y durante mucho tiempo no supe cómo interpretarlo. En terapia colectiva, aquel tórrido verano, el dolor compartido fue desgranado y la negra brecha cosida, con las gracias y las risas de aquella niña querida que, decían las vecinas, nos miraba desde el cielo, divertida y feliz de estar con los angelitos. Nunca la he olvidado y la precaución y el respeto por el daño que también pueden hacer los medicamentos a las personas ha estado siempre presente en mí y he llevado, como una luciérnaga palpitante, su nombre en mi recuerdo.