Luis Landero, en Tusquets, una portada oscura para una novela que yo imagino oscura. Paula en un tren equivocado, una parada, un apeadero, en mitad de ningún sitio, lluvia, ese hombre en moto que aparece de la nada para llevarla a no se sabe donde. Y la voz de Tito Gil, la que tanto ha condicionado su vida, la que le ayudó a ser artista, esa búsqueda del éxito de forma incansable. Y un narrador, fácilmente imaginable como el propio Landero, quizás mayor, habitante de ese pueblo que se deshabita. Y la vida de cada uno de los dos en capítulos alternos, y la vida de ese pueblo de forma indirecta. Y el milagro de la niña Rosaura, esa representación anual que tanto prestigio tenía, esa representación que hacía participar a tantos. Esa que ya ha quedado en el recuerdo.
Y la vida de Paula que necesitaba un giro, una emoción, que necesitaba volver a vivir con la ilusión de los años donde todo son proyectos, esos proyectos que luego se dejan para más tarde, que luego no llegan. Paula que necesita materializar alguno de aquellos, que se deja llevar, que se encuentra gracias a aquel tren equivocado la decisión que tanto había pospuesto.
Y la vida de Tito Gil, protagonista indiscutible, con sus altibajos, con sus espectáculos que le han dado una razón de existir, con su vida en la gestoría que siempre fue accesoria, que ni siquiera la consideró como necesaria, con esa voz que vino con él, que tanto le ayudó, que quizás no tanto. Y esta otra oportunidad, en sus orígenes, en San Albín, en el lugar donde todo empezó, donde la santa niña Rosaura vio la luz.
Y un narrador también protagonista, el que mide los tiempos, el que da la información de uno y otro, el que los conoció, el que los vio conocerse, ese narrador personaje de un lugar que pronto desaparecerá, un lugar de tradición oral que tiene su oportunidad de sobrevivir.
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